Corría el año 32 de la era cristiana cuando el barco mercante Mercurius zarpó del Puerto de Ostia con rumbo a Alejandría. La tripulación incluía 200 remeros que movían las tres líneas de remos que impulsaban la nave en caso de ausencia de viento. Una guarnición de veinte soldados y su capitán velaban por la seguridad del navío. Treinta pasajeros, incluidos mercaderes romanos y egipcios, completaban la tripulación, Contrario a lo que se cree, los remeros eran hombres libres, que trabajaban por un salario y para recibir, al final de su tiempo de servicio, la ansiada ciudadanía romana. La carga incluía apenas provisiones para el trayecto, herramientas y armas para el cuartel de Alejandría, así como el usual correo imperial.

En la mitad del viaje, una tormenta repentina se levantó, y una de las enormes olas que golpearon la estructura se llevó el mástil, el capitán, y el piloto de la nave.
Una vez calmada la tempestad, los soldados trataron de mantener el orden, pero el caos era total. Hubo discusiones de cómo proceder, y el líder de un grupo organizado de remeros se autonombró capitán. Los soldados depusieron sus armas y se sometieron a la nueva autoridad.
Sin vela que empujara la embarcación, la única fuerza motriz a disposición eran los remos. El nuevo capitán ordenó a los remeros que tomaran sus posiciones y comenzaran la tarea de continuar hasta Alejandría.

Pero surgieron desavenencias entre los grupos, y luego de deliberar por horas, se negaron a continuar remando, dado que desconocían la autoridad del nuevo líder, y que ellos eran “hombres libres”. La discusión subió de tono, endureciendo la postura de las partes. Con víveres a su disposición, aparentemente abundantes, los grupos se separaron unos a proa y otros a popa, sin preocuparse del inminente desenlace futuro.
Uno de los mercaderes advirtió que, si no avanzaban, se agotarían las provisiones y todos morirían de hambre. El grupo opositor, endurecido, manifestó que nos les preocupaba, porque alguna embarcación amiga del este, seguro los avistaría y les daría ayuda.
Luego de cuatro días la merma en los bienes comestibles los llevó otra vez a negociar, pero los remeros de la oposición continuaban en su negativa de continuar con la tarea. Del total de doscientos, un grupo de cuarenta, y los veinte soldados, trataron de echar a andar la inmensa mole. Se distribuyeron para ello en la línea inferior y comenzaron a impulsar la nave. Esta se movió lentamente.

Tras varias horas de extenuante trabajo, pidieron comida extra y agua, pero no se les permitió recibir más que la exigua ración diaria. Agotados, ya no pudieron seguir y el barco se detuvo en alta mar.

Los opositores continuaban en su negativa de ayudar.
Cinco días más tarde, se armó una refriega, pero todos estaban muy débiles para pelear.
Una semana después, un barco del imperio vio el carguero a la deriva, lo abordó, encontrando toda la tripulación muerta. Un sobreviviente alcanzó a relatarle los hechos antes de expirar.

La oposición a un sistema de gobierno existe desde el principio de los tiempos. Y es saludable siempre y cuando el interés general esté por encima del espacio de poder reclamado por cada una de las facciones. El antagonismo a ultranza, irracional, sólo daña a la sociedad, a la nación como un todo.
Cuando se pierden días de producción, de trabajo, siempre afectan la marcha al destino fijado, o a la tan ansiada recuperación.

Tripulantes de una frágil embarcación, todos estamos a merced de la cordura, voluntad, capricho o intransigencia de los que mueven el mecanismo de producción, en cuyo interior se albergan células cancerosas acérrimamente dedicadas a obstruir el progreso de la nación.
El tiempo y los recursos de todos, de cada uno, se agota, como se consume nuestra vida útil, nuestro existir. Las arcas del estado no son infinitas. El manejo inteligente de las mismas requiere que cada miembro de la sociedad observe, juzgue y actúe en caso necesario, para neutralizar el envenenamiento del cuerpo por parásitos que se aprovechan de las debilidades propias del sistema democrático, para destruirlo desde su mismo núcleo.
Empresarios, políticos, trabajadores, soldados, todos pereceremos si no logramos sacar a flote, impulsar y hacer que ruede la frágil estructura del país. Los poderosos nos ven claudicar, renunciar, pero al igual que el barco imperial que se acercó a la desventurada nave, apenas reciben el fatídico relato de algún moribundo tripulante, nefasto testimonio de la estupidez a ultranza, que desencadenó el aciago desenlace.

REJA

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