En el continente americano las naciones independientes se crearon a partir de revoluciones, un levantamiento general en contra del expansionismo opresor de un imperio, o la organización de colonizadores que llegaban a tierras vírgenes. El primer paso para consolidar su existencia fue planear y plasmar en un documento, carta magna o constitución, la razón de su creación (darlo a conocer a otras naciones, incluido el imperio), y las reglas básicas de convivencia (para la vida y relaciones comunales), que aseguraban la libertad recientemente lograda y la limitaban en beneficio del bien común. El o los fundadores, usualmente preclaros líderes, educados en los imperios que arribaron a las playas de las nuevas tierras, conocían los riesgos del exceso del control monárquico, tiránico o autocrático. Ellos fueron precavidos en la redacción de los artículos, para que el poder no se centralizara y llevase a un abuso igual al que motivó el levantamiento. Casi siempre comenzaban el documento declarando libertad de la opresión, de actas y decretos que mantenían la población en servidumbre, esclavitud y sin derechos. Y apuntaba más a mantener los logros de la libertad que las reglas internas. En principio, los valores morales, de origen religioso, o enraizados en jerarquías tribales, eran suficientes para mantener la paz y el orden. El comercio florecía, el respeto a las transacciones no requería el control del naciente estado, y la moralidad, esencial para la vida en comunidad, era mantenida por los mismos valores de la célula social, esto es, la familia. EL crecimiento poblacional traía aparejada la necesidad de agregar artículos a la Carta Magna de la Nación, que definieran la naciente complejidad de las relaciones. El gobierno de turno se encargaba de redactar, discutir y aprobar leyes que regularan la vida de los individuos en su entorno social. El gobierno se autocontrolaba mediante la vigilante observancia de sus pares. Así nació la democracia, un sistema limitante del potencial abuso del poder, mediante la división de éste en ramas legislativas, ejecutivas y judiciales. El sistema tenía por meta que los que detentaban el poder no se eternizaran en el mismo en contra de la voluntad popular. En otras palabras, que no lo usurparan de su soberano, el pueblo. Para ello, la elección de quien gobernaba debía permanecer en la gente, el poder transitorio tenía que ser controlado por el único dueño, la nación. O como lo expresara Montesquieu: “Para que el abuso de poder se haga imposible, en necesario que, mediante la disposición de las cosas, el poder (del pueblo) ponga coto al poder (del gobierno)”.

Y transcurrió el tiempo. Se globalizaron las economías, las relaciones entre estados y la influencia de los poderosos sobre los débiles. Se expandieron los imperios, en busca de nuevos mercados, y las ideas cabalgaron a popa de los navíos mercantes, que seguían a las naves de guerra.

Dentro de nuestra sociedad, la occidental, y mas puntualmente, la del Estado Uruguayo, el Poder político se alternó entre los representantes de la ciudad capital, y los pobladores del campo, las pequeñas ciudades del interior.

Dos guerras civiles se desataron buscando centrar el fiel de la balanza, entre el poder central y los olvidados habitantes de las extensas praderas orientales. Hasta la llegada del socialismo; una idea foránea, que comenzó a crecer a principios del siglo veinte, se levantó como bandera de los desamparados, de los carenciados. Estos no se habían identificado a si mismos como tales, pero les gustó la propuesta, tan conveniente como promisoria, tan irreal como un unicornio. El poder de turno creó leyes sociales, y se comenzó a echar mano a las arcas del estado para repartir dádivas entre los carentes de medios para solventar sus exiguas economías. Era más fácil regalar que tomar medidas que podían acarrear costos políticos indeseados.

Los partidos tradicionales, colorados y blancos, nunca planificaron el futuro, ni se sentaron a discutir seriamente el desempeño de conductores de la nación. El problema más grave fue que nunca encararon la solución de la pobreza, de los marginados, más allá de planes de palabra o livianas leyes imprácticas, que no solucionaban la crisis.

Sin entrar en detalles, el reparto del poder se mantuvo entre las dos facciones, ambas sabían de una nueva fuerza, la izquierda acérrima, que crecía, pero hicieron caso omiso a la amenaza, hasta que fue demasiado tarde. El sistema democrático sucumbió para neutralizarla, y el enemigo, apagado, pero no muerto, se mantuvo y expandió en el caldo de cultivo de la aparente recuperación de la libertad perdida.

Es decir, el virus nunca estuvo siquiera en estado latente, crecía constante, en medio de los débiles esfuerzos por apagarlo. La frágil democracia fue corroída desde adentro. Como un rompecabezas entremezclado en el montón de piezas de la complejidad política, sus componentes eran inidentificables. Las piezas comenzaron a ocupar su lugar sobre el lienzo desgastado del sudor de unos pocos patriotas que se percataron de la jugada. Los perseverantes opositores comenzaron el desgaste mediante la alteración de la paz social, el descalabro de las instituciones, y el daño, perseguido a ultranza, de la economía; todas las situaciones, eran cuidadosamente planeadas y llevadas a la práctica para el gradual deterioro social y moral. La mal llamada oposición buscó tomar el control mediante la técnica del sapo hervido. La sociedad, sumergida en la olla del desconcierto con agua apenas tibia, confortable, ni se percató que la temperatura se iba elevando lentamente, de forma tal que, cuando quisieron reaccionar, estaban cubiertos por el agua hirviendo, paralizados e inoperantes. El llamado populismo, encontró un camino al poder, y una vez instalado, concretó su plan destructor. Desalentó la fuerza que anteriormente había actuado para eliminarlo, mediante el uso de un sistema judicial parcializado, donde la justicia era solo una excusa, para poner tras las rejas a los únicos que podían detenerlos, y disuadir, a la vez, a los actuales miembros de las Fuerzas Armadas.

Alentó el libertinaje, cambió la historia, destruyó el sistema educativo, y fomentó la delincuencia. Como consecuencia la sociedad se recluyó, se volvió inoperante. Agónica, luchó desde esa posición desventajosa, hasta recuperar el poder en las urnas luego de quince años de saqueo, deterioro social, debilitación del sistema de justicia e incremento brutal del mercado de la droga. La coalición de centro derecha recibió un país al borde de la quiebra, que se cree que demorará tres o cuatro períodos de gobierno serio el revertir, en parte, el daño causado.

La Ley de Urgente Consideración, aprobada y puesta en práctica, sufre a la fecha el ataque despiadado y mentiroso desde filas de la izquierda derrotada, donde la verdad y la ética son irrelevantes, Cualquier medio utilizado y a utilizar justifica el fin de recuperar el poder para darle el golpe de gracia a este pequeño país que una vez fue llamado la Suiza de América.

El costo político de las medidas necesarias a tomar, mantiene al oficialismo paralizado, En el último paro del puerto (setiembre 2021), el Uruguay, que no puede darse el lujo de malgastar un centavo, perdió al menos tres millones de dólares, sin sumar las pérdidas cuantiosas por mercaderías que no se pudieron exportar, e importaciones que volvieron a origen sin ser descargadas.

Nuestra siguiente entrega se referirá al costo político.

REJA
01 de diciembre de 2021
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